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Violeta Parra: el principio y fin de las penas

18 de Abril de 2023 a las 12:10 hrs.
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Violeta Parra en el estudio de grabación. Foto: Rolling Stone
Violeta Parra en el estudio de grabación. Foto: Rolling Stone
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Nadie le ha cantado a Chile como Violeta Parra. Nadie ha sido tan incansable como esta intérprete nacida en el pueblo de Chillán en 1917. Dicen que Violeta viajó por todos los pueblos de su país para buscar a los más viejos y preguntarles por las canciones de sus antepasados. Que ahí aprendió a cantar a la manera de los campesinos las canciones para bautizos, matrimonios, despedidas y entierros. 

Gracias a eso se convirtió en la principal conocedora de los ritmos como las tonadas, las cuecas, las zambas, las refalosas y las décimas. No, nadie tan apasionado de Chile como Violeta. 

En una entrevista realizada en 1958, para la Revista Musical, Violeta contó su acercamiento a la música: "Mi padre, aunque profesor primario, era el mejor folklorista de la región y lo invitaban mucho a todas las fiestas. Mi madre cantaba las hermosas canciones campesinas mientras trabajaba frente a su máquina de coser. Aunque mi padre no quería que sus hijos cantaran -cuando salía de la casa escondía la guitarra bajo llave- yo descubrí que era en el cajón de la máquina de mi madre donde la guardaba y se la robé. Tenía siete años. Me había fijado cómo él hacía las posturas y aunque la guitarra era demasiado grande para mí y tenía que apoyarla en el suelo, comencé a cantar despacito las canciones que escuchaba a los grandes. Un día mi madre me oyó, no podía creer que fuera yo".

A través de sus canciones, Violeta pudo expresar sus sentimientos, que no eran sencillos ni tranquilos. Su corazón era lo contrario a la apacibilidad, pocas canciones son tan tristes, pocas producen tanta melancolía como las de Violeta. Qué compleja era su sensibilidad y cuántos tormentos tuvo a causa de ella.

 

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Violeta tenía apenas 14 años cuando se fue a trabajar a los circos que recorrían los pueblos cercanos a Chillán. Sus padres no pudieron evitarlo, era tan buena cantante que cuando tocaba en la calle tenían que cerrar el tránsito porque los automovilistas se detenían a escucharla. En los circos estuvo acompañada de sus hermanos Hilda y Lautaro, los cuales también tocaban la guitarra. 

Hay que considerar que los circos eran casi la única diversión de los habitantes de esos pueblos, así es que los artistas llevaban acróbatas, adivinos, payasos, músicos y hasta curanderos. Durante dos años, Violeta viajó cantando con varios circos. Cuando cumplió 16, decidió irse a la capital, es decir a Santiago, para seguir a su hermano mayor, Nicanor, quien ya estudiaba en el Internado Nacional Barros Arana y estaba en camino de convertirse en uno de los principales poetas de Chile.

Poco tiempo después, es decir, en 1953, Violeta decidió conocer Chile para recopilar su folklore. En la Comuna de Barracas conoció a Rosa Lorca, una mujer que se dedicaba a arreglar angelitos, es decir, a los niños muertos a quienes se acostumbraba vestir de esta manera antes de enterrarlos. 

"Gracias a doña Rosa Lorca y a otras ancianas de la región", decía Violeta, "recopilé 500 canciones de los alrededores de Santiago y volví donde Nicanor con tonadas, parabienes, villancicos, además del Canto a lo Divino y a lo Humano y con las danzas campesinas El Pequén, El Chapecao, La Refalosa y la Cueca.

Así, poco a poco, todo mundo comenzó a escuchar de Violeta Parra, pues viajaba a todo tipo de pueblos para aprenderse las canciones populares y luego cantarlas en su programa de radio.

 

 

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Fue tanto el cariño que fue ganando que, en 1955, se le otorgó el máximo trofeo artístico de Chile: el premio Caupolicán. Apenas un mes después, fue invitada a un Festival a Polonia. Europa la cautivó y por esa causa se quedó a vivir en París una vez que terminó su invitación a Varsovia. Ahí conoció la pobreza y el éxito al mismo tiempo.

Dicen que iba a la carnicería a pedir pellejos para sus gatos, cuando en realidad los utilizaba para hacer su comida. Al mismo tiempo, Violeta fue aceptada para exponer en el museo del Louvre los tapices que bordaba desde niña. Era la primera vez que un artista latinoamericano vivo exponía en el museo más importante de Francia.

A pesar de su éxito en Europa, sus hijos la necesitaban en Chile, así es que al poco tiempo regresó a su país. Cuando llegó decidió poner una carpa a la que llamó "La Reina", ahí comenzó a contratar artistas para difundir folklore chileno. Cuando regresó de Europa tenía apenas 48 años, y tenía todo el prestigio que pudiera imaginarse cualquier artista. 

Pero había un aspecto de su vida en el que jamás le fue bien: sus relaciones amorosas, pues estas eran generalmente un fracaso, por lo que cada vez se sentía más sola.

 

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A razón de esto Violeta se obsesionó con la muerte, y las figuras de barro que acostumbraba hacer desde niña se fueron convirtiendo en figuras de muertos. Se desvelaba y a veces durante días decidía no salir de su cuarto. En una ocasión se fue de gira por el sur de Chile con un espectáculo musical y cuando regresó, sus amigos la vieron alegre y hasta rejuvenecida. 

Cuando fue a visitar a su hermana Hilda le enseñó su nuevo disco: Últimas composiciones de Violeta Parra. Dicen que Hilda se quedó helada: "Pero Violeta, ¿por qué dice 'últimas composiciones' este disco?" "Pues porque son las últimas", le respondió Violeta, muerta de la risa. Curiosamente, ese disco iniciaba con la canción Gracias a la vida. 

Hay quienes dicen que esa canción debe ser vista como una despedida de la vida, pues Violeta tenía preparada su muerte cuando la compuso. El 5 de febrero de 1917, cuando no había nadie, Violeta tomó una pistola y se disparó en el paladar. 

En su velorio había muchísima gente, todos cantando las canciones de Violeta. Hasta el senador Salvador Allende llegó al entierro, en el cual se escuchaban las notas de la marcha fúnebre de Chopin. Violeta dejó mucha música, mucha alegría, pero también dejó canciones llenas de desolación.

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