Giovanni Giacometti, uno de los artistas más importantes del siglo XX, fue también uno de los más enigmáticos.
Aunque Giacometti puede ser más recordado por sus delicadas pero dominantes pinturas, su carrera artística comenzó con vibrantes acuarelas y dibujos que capturan el paisaje montañoso de Suiza.
Nació en Stampa, Val Bregaglia, Suiza, el 7 de marzo de 1868, y desde muy pequeño mostró sus aptitudes para el dibujo.
Mañana el cielo Lagos, 1924. Fuente: Wikioo
A los 18 años se trasladó a Munich para iniciar su formación artística en la Escuela de Artes Decorativas, donde conoció al que sería su gran amigo el resto de su vida, Cuno Amiet.
Trabajó con el grupo surrealista hasta mediados de la década de 1930, produciendo objetos extraños que sugerían crueldad, sexo y sueños. Después de ese tiempo, se separó dramáticamente de los surrealistas y volvió a sus raíces.
Luego produjo sus obras más conocidas, una serie de figuras esqueléticas alargadas y frágiles, hechas no tallando sino mediante un proceso obsesivo de modelado en arcilla y tallado.
A medida que maduró, el artista combinó la realidad y la fantasía en mitos en evolución, en parte conscientes y en parte inconscientes.
En la década de 1950, Giacometti se decantó por las pinturas post impresuonistas de cuerpo entero.
Se inspiró en las altas coníferas y las montañas rocosas que bordeaban el pueblo de su infancia en el sureste de Suiza, así como en las formas estoicas del antiguo Egipto y el oeste de África.
A lo largo de su vida, Giacometti bebió de distintas fuentes: del divisionismo de Giovanni Segantini y del expresionismo centroeuropeo -aunque el suyo es un expresionismo perfectamente controlado y no un grito de desesperación-, pero sobre todo de su ídolo Van Gogh.
En 1891 regreso a su Stampa natal, pero pronto emprendería un viaje por Italia, visitando Roma y Nápoles, de donde regresó triunfal.
La luz fue siempre una preocupación central de Giovanni, algo en lo que tal vez influyese el hecho de que en Stampa, la localidad del valle suizo del cantón de los Grisones donde tenía su estudio, el sol estaba ausente durante largos meses y, cuando llegaba finalmente, era como una bendición.
En muchas de sus cartas, Giovanni se refirió a la importancia de ese fenómeno: el artista suizo trató en sus cuadros de reflejar las mínimas variaciones lumínicas, recurriendo a la inmediata yuxtaposición de puntos o pinceladas de colores puros y complementarios.
Su pasión por el color, que parece a veces un grito de júbilo, está en las antípodas de la grisura de la obra pictórica de Alberto, del gran vacío en el que parecen existir sus esculturas filiformes.
El color es para mí mucho más expresión de la luz que simple motivo decorativo. No se puede pintar el sol cuando uno no lo lleva en los ojos, o mejor, en el alma.