Este 11 de noviembre no solo recordamos a Carlos Fuentes, el escritor mexicano adscrito al llamado boom latinoamericano, o aquel que fuera uno de los autores más destacados de su país y de las letras hispanoamericanas, sino a Carlos Fuentes, la persona que perdió mucho, pero que también ganó bastante.
De acuerdo a su mismo puño y letra, llegó al mundo el 11 de noviembre de 1928 en Panamá cuando Berta, su madre, miraba una película basada en la ópera La Bohème, y vivió sus primeros años en una nación que no era la de sus padres debido al trabajo de diplomático que ejercía su papá, Rafael.
En 1934, los Fuentes se trasladaron primero a la Ciudad de México y luego a Washington, Estados Unidos, donde el patriarca fue nombrado consejero en la elegante casa que funcionaba como embajada de México. Ahí, el pequeño niño al que le esperaban las puertas de la eternidad de la literatura vivió en una residencia construida en 1910 por Nathan C. Wyeth, el mismo arquitecto que diseñó la Oficina Oval de la Casa Blanca.
A principios de la década de los 40, tras el estallido de la Segunda Guerra Mundial, la familia Fuentes salió de Estados Unidos para radicar en Santiago de Chile, donde Carlos y su hermana emprenderían una educación bilingüe que lo llevaría a conocer a su amigo Roberto Torreti, con quien compartió la pasión por la lectura y las primeras inquietudes por escribir historias.
Fuente: Letras Libres
Esta amistad afectiva e intelectual que marcó a Carlos por el resto de su vida, correría por los jardines de la embajada de México.
Pero a principios de 1944, los Fuentes hicieron de nuevo las maletas y se mudaron a Argentina, específicamente Buenos Aires, ciudad que fue un fascinante descubrimiento para el hijo del embajador, ya que, entre tantos descubriemientos, a los 15 años encontró a Borges, al tango y a las mujeres.
En esa vida cosmopolita del Buenos Aires de la década de 1940, Carlos Fuentes descubrió modas y modales que lo acompañarían en su mudanza a México, donde su familia iría a radicar dos años después, y el explotaría todas sus cualidades, tanto intelectuales como de una persona que disfrutaba de salir a divertirse.
Hacia finales de la década de los 40 y principios de los 50, él entrado en sus 20, decidido a ser escritor, tenía una activa vida social bastante activa.
De acuerdo con la periodista Guadalupe Loaeza, quien ha descrito que el joven vivió intensamente el periodo alemanista cuando había muchos centros nocturnos y estaba de moda Acapulco. Ahí, se divertía en fiestas despampanantes "con gente de una sociedad muy elitista, muy snob, en la que había nuevas fortunas (...) los O'Farrill, los Escandón, etcétera", escribió la autora.
Publicó su primer libro, Los días enmascarados, en 1954, pero no fue sino hasta que estrenó La región más transparente, su segundo trabajo, en 1958, que igualó el éxito que ya tenía en sus relaciones sociales. A partir de entonces, el éxito y la polémica jamás se separaron del escritor mexicano, aquel que le dio una imagen fresca al arquetipo del escritor mexicano.
"Antes los escritores eran de domingo, es decir, tenían otras profesiones y escribían en sus ratos libres, pero Carlos se convirtió en un escritor de tiempo completo", reflexiona Elena Poniatowska, quien lo conoció como estudiante y como un autor consagrado.
Conoció a Octavio Paz y Carlos Monsiváis, con quienes reflexionó y disputó sobre la condición mexicana durante décadas, sobre el tema de qué distingue a los mexicanos de los demás seres humanos a través de ensayos, novelas, cuentos y crónicas que no han dejado de entreverarse. Los tres juntos se empeñaron en definir el retrato que los mexicanos poseemos de nosotros mismos, y al hacerlo, contribuyen como nadie a la revelación de quiénes somos.
Carlos Fuentes, Rubén Blades, Gabriel García Márquez y Carlos Monsiváis. Fuente: Museo del Estanquillo
Se casó con Rita Macedo, con quien fue feliz pero también muy ocupado hasta su divorcio en 1969. Él escribió y publicó a un ritmo impresionante, además de seguir con actividades diplomáticas representando a México en varios países, y de incursionar en el cine como guionista. Ella continuó sus proyectos como actriz aunque luchó contra la depresión toda su vida hasta el 6 de diciembre de 1993, cuando tomó una pistola pequeña, se subió a su coche y decidió terminar con su vida.
La década de 1970 vino acompañada marcado por una gran pérdida para el escritor, la de su padre, en 1971, pero también por un encuentro con la periodista Silvia Lemus, con quien se casó en 1972 y tuvo dos hijos, Carlos y Natasha, quienes trágicamente fallecieron, él en 1999 y ella en 2005.
Antes de las tragedias que inundaron su vida, la familia residió en París hasta poco después de que el escritor renunció a su puesto de embajador en 1977 por desacuerdos con el presidente José López Portillo; luego viajaron por Estados Unidos, en donde él comenzó a dar conferencias y a impartir clases en universidades.
Ante la adversidad y la pérdida, siempre a lado de Silvia, Fuentes honró su legado al no dejar de defender el sentido de la literatura, la cual él mismo explicaba, sirve "para conservar la lengua, para darle vida al idioma, para que no se pierda el idioma, esto para mí es importantísimo porque desde el momento en que ya no sabemos hablar, tampoco sabemos actuar, ni amar, ni hacer política, ni nada".
En cuanto a su relación explicó: "Si todas las mujeres que he querido se resumen en una sola, la única mujer que he querido para siempre las resume a todas las demás. Ellas son estrellas. Silvia es la galaxia misma", escribe Fuentes en el libro En esto creo.
Carlos, Silvia, y sus hijos Natasha y Carlos. Fuente: Humanum
En 2012, el aclamado autor, que quizá diría que perdió más de lo que ganó, pero que valora más lo que tuvo que lo que tuvo que dejar ir, falleció a los 83 años de edad en el hospital Ángeles del Pedregal debido a una hemorragia interna provocada por una úlcera rota, informó su médico.
Pero, como si se tratara de un perfume universal, su esencia perdura en lo más profundo del colectivo nacional e internacional, radicando entre las líneas de sus letras sarcásticas y cuidadosamente narradas, unas que siguen disponibles especialemente para aquellos que no han tenido la fortuna de leer una obra como La muerte de Artemio Cruz, Diana; o, la cazadora solitaria, o Los días enmascarados, o Federico en su balcón, entre tantos más.