Joan Miró, uno de los tres más grandes artistas plásticos españoles del siglo XX, ha sido llevado con una nueva exposición al Museo Guggenheim de Bilbao: Realidad Absoluta, el periodo entre 1920 –su primer viaje a París– y 1945, que está abierta al público desde el mes pasado y hasta el 28 de mayo.
La obra de Miró (1893, Barcelona - 1983, Palma de Mallorca) está considerado como una de las más grandes del siglo XX y es admirada por sus radicales innovaciones formales desarrolladas en el contexto de las primeras vanguardias, los ismos: particularmente el dadaísmo, el surrealismo y el expresionismo.
La exposición Realidad Absoluta explora una etapa clave en la carrera de Miró. Esos años (de 1920 a 1945) se caracterizan por un flujo constante de ideas que van desde su realismo mágico inicial hasta un vocabulario personal de signos constelados o flotantes en fondos ambiguos. En este desarrollo, queda claro que el arte prehistórico, incluidas las pinturas rupestres, los petroglifos y las estatuillas, ejercían una atractiva y particular influencia en Miró, quien proponía volver a los albores del arte para recuperar su sentido espiritual original.
A Miró también le interesaban los asuntos espirituales y le fascinaban el misticismo, las visiones y los sueños. Su obra, además, admite lecturas políticas, teniendo en cuenta su simpatía por el nacionalismo catalán y su oposición a la dictadura franquista. Cuarenta años después de su muerte, su arte no ha perdido nada de su naturaleza seductora y enigmática.
La expo muestra tres grandes ejes: el periodo bautizado De Barcelona a París, sus Cuadros oníricos y paisajes, y Expresionismos: hacia las constelaciones. Pinturas blancas de 1945.
La Barcelona donde Miró se formó como artista era una ciudad conservadora, pero a finales de la década de 1910 surgieron en ella varias personalidades comprometidas con las nuevas ideas que llegaban de París, como las del compositor Frederic Mompou, el poeta J.V. Foix y el propio Miró. Durante la Primera Guerra Mundial también se refugiaron en Barcelona importantes artistas de vanguardia, como Francis Picabia, Robert y Sonia Delaunay y Marcel Duchamp, a quienes Miró conoció.
El pintor catalán ansiaba ir a la capital francesa, imaginando que allí encontraría una gran libertad creativa y frecuentaría la compañía de los artistas, poetas y marchantes más avanzados de su tiempo.
En 1923, Miró escribía: “He conseguido romper y liberarme definitivamente de la naturaleza, y los paisajes ya no tienen nada que ver con la realidad exterior”.
Cuando Miró instaló su primer estudio en París, se convirtió en vecino del pintor André Masson. Durante ese período, también tuvo trato con muchos poetas, como Antonin Artaud, Raymond Roussel, Robert Desnos, Michel Leiris y René Char, quienes lo cautivaron con sus innovaciones formales, su rechazo a la lógica, el cliché y la tradición, su interés en cuestiones como el automatismo, su estética de la fragmentación, su unión arbitraria de imágenes inesperadas e inconexas, y la configuración visual y tipográfica de sus textos poéticos.
Los cuadros de Miró de mediados de la década de 1920, conocidos como “pinturas oníricas”, destruyen cualquier estructura narrativa lógica. Aunque los pocos elementos esparcidos por sus superficies parecen fruto de la improvisación, sus bocetos demuestran que preparó cuidadosamente la composición. Un caos organizado.
Entre 1926 y 1927, Miró cambia de escenario y de estilo. Se trasladó a la Rue Tourlaque, donde trabajó hasta 1929 y frecuentó la compañía de artistas como Jean Arp, René Magritte o Max Ernst, alternando su estancia en París con veranos en Cataluña. Entre las obras de esa época destaca una serie de paisajes horizontales de gran formato, como Paisaje (Paisaje con gallo) y Paisaje (La liebre), ambos de 1927.
Aquí, Miró vuelve a pintar ciertos elementos reconocibles aunque estilizados sobre motivos de colores intensos que sugieren amplios espacios, descartando métodos pictóricos tradicionales como el sombreado, la construcción del volumen o la perspectiva.
En la década de 1930, el expresionismo se convirtió en una característica dominante de la obra de Miró. Muchas obras de ese período muestran formas distorsionadas en espacios ambiguos, probablemente reflejando la ansiedad del artista por la situación política en todo el mundo.
En su serie de pinturas sobre masonita, Miró aprovechó la textura terrosa del material, sobre la que superpuso trazos negros y toques de color, utilizando elementos de rica tactilidad como el alquitrán, la grava o la arena.
Al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, Miró, entonces exiliado en París, se traslada a Normandía, donde recibe el encargo de pintar un mural. Allí, además de los pequeños paisajes titulados El vuelo de un pájaro sobre la llanura, inicia sus Constelaciones (1940-41).
“Después de pintar, mojaba mis pinceles en aguarrás y los secaba sobre hojas de papel blanco, sin seguir ideas preconcebidas. La superficie manchada me estimuló y propició el nacimiento de formas, figuras humanas, animales, estrellas, el cielo, el sol, la luna...” Miró finaliza la serie en Mallorca, donde se instala con su familia tras huir de la guerra. Estas obras son la culminación del potencial del lenguaje de signos ideado por el artista.
La Realidad Abosulta del genio de Barcelona es absolutamente real en el Guggenheim durante dos meses y medio más.