Mucho (demasiado, se puede decir) se ha escrito, mayormente a partir de especulaciones o lecturas parciales de anécdotas inconexas, sobre la orientación sexual del mayor genio de la humanidad: Leonardo da Vinci. Su presunta homosexualidad es una explicación un tanto miope y que, en el mejor de los casos, queda corta para hablar de su pansexualidad filantrópica.
Decir de Leonardo solamente que gustaba de los hombres jóvenes, es entender lo más poco de lo poco que podemos asomarnos a la mente multiesférica del genio. Él se encargó de crear, más que una confusión, una co-fusión (a varias manos) de las identidades de género y las aficiones del alma y la carne. Una suerte de hermafrodismo intelectual, una androginia illuminati; una integración aléphica en el sentido borgeano: Leonardo no sólo amo hombres, amo al Hombre, a La Humanidad.
Un evento en su temprana juventud marcó un momento que hizo pensar a los biógrafos e historiadores en una homosexualidad contenida por las conveniencias de evitar el punitivo “buen gusto” del Siglo XV. Para cuando Leonardo llegaba a los 24 años, fue acusado –en aquellas urnas de la Florencia Renacentista donde la gente podía dejar denuncias anónimas sobre presuntos crímenes morales, principalmente, el de sodomía– de haber “cometido tal desviación” con otro hombre. La falta de testigos presenciales que corroboraran la acusación anónima permitieron que el genio Da Vinci saliera prácticamente de inmediato de la cárcel.
Sin embargo, aquel evento dejó impronta en parte de su trabajo posterior inmediato y en una práctica de la vida cotidiana, que se le hizo hábito. Poco después de haber pisado y dejado la prisión casi de inmediato, se decía que Da Vinci compraba jaulas de pájaros solamente para dejarlos en libertad. Además, los dibujos que creó para dos máquinas específicas hacían pensar en su temor al encierro: la “derribadora de rejas” y “la máquina para abrir cárceles desde adentro”. Debido a ello a lo que parecía un evidente trauma, se ha pensado por muchos años que Leonardo reprimió su sexualidad y no volvía. Dar muestras públicas de su afecto por los hombres, creando un halo de misterio y confusión en torno a sus aficiones emocionales y sus filias carnales. Pero no fue así.
Arriba: el San Juan Bautista de Leonardo para el que se cree que modeló su aprendiz Salai; abajo: el San Juan Bautista para el que le habría modelado su alumno Melzi. A la derecha, La Gioconda.
Leonardo da Vinci tenía demasiada lujuria, pero por aprender, conocer, recrear y transmitir. La cárcel no fue un motivo de intimidación para crear dar rienda suelta a su concepto creativo de androginia intelectual, sino una convicción de la necesidad de trastocar la idea de que la única forma de complementariedad es unir los cóncavos y los convexos, no sólo físicamente, sino en todos los ámbitos.
Por ello el misterio de la Mona Lisa: el retrato de una mujer de identidad desconocida, trabajo que nunca entregó al mecenas que se lo habría encomendado (el esposo de la pseudónima Mona Lisa). De hecho, ni siquiera se sabe si hubo tal esposo encargándole tal retrato. Se ha dicho que la ambivalencia en la mutante sonrisa de la Mona Lisa es equivalente al velo traslúcido con el que se cubre la identidad de género de la persona que modeló para el retrato: bien pudo ser la esposa del mecenas, bien pudo tratarse de uno de sus discípulos; bien, de ambos al mismo tiempo, bien, de ninguno.
Por esa dedicación a crear una co-fusión de géneros, se ha especulado –sobre todo a partir de la hipótesis lanzada en el imaginario de Dan Brown– respecto a la identidad sexual de uno de los doce apóstoles de Jesús, en La Última Cena del florentino. La multivalencia, polivalencai –más que ambivalencia– de esa andrógina visión, ¿nos asombra? ¿Viniendo –como escribió Walter Isaacson en su biografía– del hombre que fundió arte y ciencia? ¿El que fundió humanismo con tecnología? Acaso, no nos asombra. Tal vez, mejor dicho, nos reta. Aquel “buen gusto” del Siglo XV, en muchos sentidos, parece intacto 500 años después.
Podríamos ceder a la tentación de escribir solamente de sus más evidentes romances, los cuales son reales, sin duda, pero no ilustran en su totalidad su esférico amor por la Humanidad. Ambos fueron sus discípulos: uno, Francesco Melzi, quien fue su aprendiz desde niño, y Giacomo Caprotti da Oreno, mejor conocido como Salai. Pero esa (como se suele decir ahora), esa es otra historia.