Por: María Elisa Schmidt/AURORA
El espacio público es territorio fértil para los reclamos sociales. Después de todo, la responsabilidad de mantener el “orden” de las calles recae en aquellos que fungen como líderes de una sociedad. Bajo esta lógica, quienes alzan la voz en el espacio público se dirigen a los grupos que están al mando.
La historia nos ha enseñado que nada de lo que sucede en las calles es en vano, de lo contrario los gobiernos a nivel mundial, salvo por contadas excepciones, no borrarían de los muros, aceras y monumentos de sus ciudades las consignas de protestas cívicas.
Esto último ha podido verse después de las marchas feministas de la marea verde en América Latina o en la serie de protestas conocidas como “Black Lives Matter” (Las vidas negras importan) que se desataron después del asesinato del norteamericano George Floyd en distintas ciudades de Estados Unidos.
El movimiento del grafiti contemporáneo, o bien, el grafiti “hip-hop” surge a finales de los años sesenta. Se cree que este movimiento que nace a la par de la música hip-hop y otras subculturas urbanas, proviene en su mayoría de las comunidades negras y latinas de barrios empobrecidos de la ciudad de Nueva York. En sus inicios, los trazos de grafiti no eran tan estilizados ni diversos como lo serían décadas después, ni tampoco tenían explícitamente una dimensión de protesta.
Hoy en día, se sabe que muchas cosas pueden pasar por la mente de una persona que decide dejar un trazo en el estilo de grafiti sobre un muro. Pero lo cierto es que ya sea por motivos estéticos o de ocio, dejar plasmada una frase o imagen en un lugar donde no se permite, es un acto que desafía la noción de orden, tanto social como político.
La historia de las ciudades se remonta a la lucha territorial. En la medida en que las manchas urbanas se han expandido y sus poblaciones han aumentado, las comunidades menos favorecidas han sido desplazadas hacia la periferia.
El hecho de que el grafiti haya surgido en comunidades empobrecidas en el Nueva York de finales de la década de los sesenta, es otra forma de entender este movimiento como un acto de resistencia territorial: aquellos cuerpos que habían sido desplazados por el sistema, tomaron el espacio público a través de sus creaciones en aerosol. Bajo esta lógica, lo invisible se hace visible ante los ojos de una sociedad que reprime, relega y silencia los discursos de las disidencias.
Sous les pavés, la plage! (¡Bajo los adoquines, hay una playa!), Eslogan de protesta del movimiento estudiantil del 68 en Francia.
A lo largo de cincuenta años, el grafiti ha servido como piedra angular para la formación de identidades urbanas. Con aerosol y brochazos de pintura, se han escrito las historias de minorías, comunidades empobrecidas, racializadas y marcadas por la violencia. Este es el caso de Medellín, una ciudad colombiana que fue azotada por el narcotráfico en los años noventa.
En este contexto surge Henry Arteada, miembro fundador del Crew Pelegrosos, quienes utilizaron el grafiti y otros géneros urbanos como medio de empoderamiento y reclamo social. En México y otros países de América Latina, el arte urbano ha sido un elemento fundamental para transmitir los afectos y reclamos de la lucha feminista. Las mujeres latinoamericanas han tomado las calles de sus ciudades para visibilizar los problemas que derivan de la inequidad de género. Para muchas de ellas, el arte urbano ha sido una manera creativa y versátil de poner en práctica valores feministas como la sororidad y la lucha por la igualdad.
Como todo movimiento que se gesta fuera de la institución, el grafiti está dotado de un espíritu rebelde que resiste a una definición totalizante. Quizás, este aura de libertad y rebeldía sea el que lo haga embonar tan bien con los movimientos sociales que se enuncian a sí mismos desde lo urbano. La calle como lienzo de resistencia: cosa que, sin lugar a dudas, hace refunfuñar a todo aquel que piense que “esas no son formas”.