Por Mercedes Mtz. Rojas/AURORA
El grafiti nació en Nueva York, en los años 60, como una forma de expresión irreverente mediante la cual, el espacio público –muros, cabinas, banquetas y trenes- es invadido con tags y bombas.
Con el paso del tiempo, estos bombardeos se esparcieron como plaga por el mundo, abarcando todos los rincones posibles e ignorando a las autoridades puritanas.
Un grafiti deja marca, ya sea de una persona o grupo (también conocido como crew). Sin embargo, el concepto de rayar o escribir sobre un muro es anterior, debido a que el ser humano desde sus orígenes, ha buscado permanecer en el mundo más allá de la muerte.
Un claro ejemplo son las pinturas rupestres, que si bien podrían ser consideradas los primeros “grafitis”, simbolizan pictóricamente el mensaje: “yo estuve aquí” o “mi clan y yo estuvimos aquí”.
El grafiti como arte y pertenencia
La esencia del grafiti resalta por su indiferencia a las normas establecidas y las leyes; por eso mismo las calles son elegidas como su galería. No sigue una línea.
La libertad de expresión y la irreverencia del grafiti trascienden la propiedad privada y el respeto del espacio público, por lo que el acto “vandálico” recuerda que la calle es de todos.
Es por ello que tanto víctimas como espectadores del grafiti detonan sentimientos encontrados, debido a que experimentan simpatía por los mensajes expuestos, a pesar de estar en contra del acto vandálico per se.
En cuanto a la estética del grafiti y su (i)rrelevancia hoy en día, vale la pena recordar que la belleza y estética se fundan en conceptos que varían de múltiples factores (cultura, educación, vivencias, etc.) y no se puede medir de manera uniforme.
Lo que interesa es la aisthesis: el placer producido por la obra de otros y el arte como experiencia; como un respiro del automatismo de la vida cotidiana. Pero también es necesario dar cabida a la antiestética: lo horrendo, grotesco y desconcertante, lo atrozmente impactante. La antiestética como rechazo a los cánones establecidos.
Ahora vayamos al artista callejero que no obedece una norma de institución alguna al momento de hacer su grafiti y de elegir dónde ponerlo. Aún así, los que salen a hacer arte callejero se enfrentan a varias autoridades: los ciudadanos, otros writters y los transeúntes como público. Ellos deciden aceptar o rechazar la obra y las opiniones son muy variadas, pero a diferencia de algunos museos, el público de esta “galería” es activo y puede decidir no aceptar el lienzo pisándolo, tapándolo o en el mejor de los casos, complementarlo o dejarlo ser.
La otra autoridad a la que se enfrentan es a la ley. La adrenalina de realizar algo prohibido es parte del “performance” y se vuelve adictiva. Muchos de los artistas callejeros eligen el lugar en donde van a poner su tag u obra con antelación, creando bocetos y estudios antes de llevarla a cabo. Lo anterior no se pelea con la adrenalina que se siente al salir a la calle y pintar o rayar de forma improvisada.
El grafitero busca un espacio y forma de expresarse dentro de una sociedad que muchas veces lo niega y rechaza. El grafiti es producido por el rechazado, el invisible, el anormal, el asocial, el ocioso o el criminal. Su arte tiene que ser lo suficientemente bueno para poder superar el castigo.
Existen movimientos e instituciones que luchan en contra de la marginalidad del grafiti. Consideran que es necesaria una educación urbana, mayor tolerancia y la creación de espacios para la libre expresión y eliminar los prejuicios.
Hoy en día el grafiti se ha visto menos marginalizado y muchas agrupaciones, instituciones y marcas lo apoyan para aprovechar el boom que lo rodea.