El espionaje y los servicios secretos son actividades que se han ejercido siempre en la sombra, y debido a ello, es normal que la mayoría de los agentes secretos que hayan participado en acontecimientos decisivos de nuestra historia sean personajes más o menos anónimos.
Sin embargo, como puede suceder en ciertos casos, hay algunas situaciones en donde los servicios secretos han elegido personajes famosos para servir como espías al servicio de reyes y gobernantes.
Hoy vamos a hablar de tres de ellos primero de ellos.
Miguel de Cervantes
Antes de escribir una de las novelas más famosa de la historia, el autor del El Quijote participó en la batalla de Lepanto, de 1571, pero abandonó su actividad militar tras resultar herido en batalla y perder parte de la movilidad en su mano izquierda, motivo que lo llevó a estar cautivo en Argel hasta 1580.
Tras su rescate, fue contratado por los servicios de inteligencia del rey Felipe II, que ya había gastado grandes sumas de dinero para adquirir una red de espías muy extendida y bien preparada.
De acuerdo al mismo monarca, Miguel de Cervantes era un candidato más que idóneo para este trabajo después de haber sido militar y estar cautivo en Argel. Y es que, tras ejecutar estas misiones de alto riesgo, sorteando los peligros de estas ciudades y evitando ser capturado en el Mediterráneo por los corsarios turco-berberiscos, era el hombre ideal para llegar a las costas españolas donde entregará toda la información de espionaje al monarca español.
En esos años, Argel era una ciudad muy estratégica que además constituía una amenaza para la navegación y los intereses comerciales del Imperio español, por lo que hubo varios intentos fallidos de conquistarla, y en medio de todo este caos, el trabajo de Cervantes era ser enviado a Orán, una ciudad bajo ocupación española, para realizar tareas de espionaje, concretamente en Mostaganem, una ciudad bajo control berberisco.
Tras terminar las mismas, demandó una merced en pago a sus servicios prestados, ya que buscaba que le fuera otorgado un puesto en América.
Al final, Felipe II se desinteresó de sus servicios expiatorios, por lo que el autor volvió a vivir en España, trabajando en algunas profesiones como la de recaudador de impuestos, y donde dejaría constancia de su obra más famosa, El Quijote de la Mancha.
Francisco de Quevedo
Otro espía del Siglo de Oro fue el escritor Francisco de Quevedo y Villegas.
Quevedo nació en Madrid en el seno de una familia vinculada a la corte. Su padre fue secretario de la princesa María, hija de Carlos V, y de la reina Ana de Austria, cuarta esposa de Felipe II. Su madre fue dama en palacio al servicio de la reina. La infancia del escritor, por tanto, transcurrió en ambientes cortesanos.
Pronto fue conocido como poeta. Sus versos, con frecuencia hirientes y cáusticos, provocaron admiración y también bastantes envidias y enemistades.
Ya hecho una figura culminante del Siglo de Oro español, y un hombre profundamente preocupado por la situación política que le tocó vivir en su país: una gran potencia europea y dueño de un imperio mundial, pero rodeado de enemigos y con señales ya palpables de declive político y económico, encontró inspiración para unirse sin reservas a la defensa de los intereses hispanos de la mano de su gran valedor, el duque de Osuna.
Parte de su vida y de las actividades de inteligencia que realizó estuvieron vinculadas a él durante la época en la que este fue virrey de Sicilia y virrey de Nápoles.
En contraste con la faceta literaria de su biografía, bien conocida, su actividad clandestina tiene muchas lagunas, y lo sabido es solo una pequeña parte, pero en el Archivo de Simancas se conserva la copia de una carta de 1617 que Quevedo, en nombre del virrey de Nápoles, dirige al Consejo de Estado y en la que proporciona información valiosa relacionada con la guerra del rey Felipe III con el duque de Saboya por la sucesión de Monferrato.
A través de los años se ha demostrado que su nombre encabeza la lista de los mejores escritores-espías españoles de todos los tiempos.
Rubens
Rubens nació en Alemania simplemente porque su padre se había visto obligado a huir de Flandes a causa de un desliz de alcoba con la princesa Ana de Sajonia, esposa del gran estatúder y líder holandés Guillermo de Orange.
Convertido desde muy joven al catolicismo tras su regreso a la patria paterna, el joven Peter Paul Rubens alternó durante su infancia la vida en la corte como paje de la condesa de Ligne-Arenberg con las primeras lecciones de pintura en los talleres de Amberes. De ambas experiencias aprendió a desarrollar sus dos grandes actividades futuras: cortesano y pintor, uno de los mejores de todos los tiempos.
La relación del pintor con su país fue muy estrecha, ya que trabajó en varias ocasiones como espía al servicio de la Monarquía Hispánica, siendo su misión en la participación negociación de paz con Inglaterra, que se firmaría en noviembre de 1630 en el Tratado de Madrid, su colaboración más importante, ya que Rubens estuvo presente en varias conversaciones secretas de las que informaba al conde-duque de Olivares, valido de Felipe IV.
Otro de sus encuentros más famosos, aunque no prosperó, fue el que tuvo con otro pintor-espía: Baltasar Gervier, zelandés residente en Londres y agente del duque de Buckingham. La entrevista se camufló como un encuentro artístico en el que Rubens debía hacer entrega de unas obras de arte.
El cúlmen de la carrera política del pintor se produjo con su nombramiento para el cargo de secretario del Consejo de Flandes por parte de Felipe IV, que desempeñó de forma vitalicia y transmitió a su hijo tras su fallecimiento, ocurrida en 1640 en Amberes.