El 18 de febrero de 2018, en África y el resto del mundo se perdió una de sus voces más singulares: Idrissa Ouédraogo.
Su figura alta, brillante, sensible y generosa, de un andar aristocráticamente indiferente y cabello notoriamente despeinado llegó al mundo en 1954 en Burkina Faso, un país que ofrecía pocas oportunidades a sus estudiantes, y mucho menos para aquellos que se decidieran por el cine.
Fuente: Afcinema
Antes de convertirse en el enfant terrible del cine burkinés, una expresión de sentido figurado que se refiere a una persona precoz, brillante, rebelde y transgresora, cuyas opiniones y creaciones se apartan de la ortodoxia, el joven fue una figura rebelde que fue expulsado de la Universidad de Ouagadougou por codirigir una acción de huelga estudiantil a fines de la década de 1970, lo que le compicó la inscricipción en cualquier otro instituto local.
Se decidió por estudiar en el extranjero y consiguó una estancia de un año en Kiev, Ucrania, y luego en París, donde pasó los primeros años de la década de 1980 asistiendo a la prestigiosa escuela de cine francesa IDHEC (ahora La Fémis), practicando con cortometrajes y lagometrajes donde exploraría el concepto de viaje, ya sea físico o metafórico con su propia empresa The Future of Films, que luego se convirtió en Les Films de la Plaine.
Con su empresa, puso en práctica todo lo que podía absorver y estrenó cortos como Les Écuelles, de 1983; Les Funérailles du Larle Naba, de 1984; Ouagadougou, Ouaga deux roues, en 1985; e Issa le tisserand, de 1985. Su último cortometraje fue Tenga en 1985, comenzando a presentar a las clases campesinas de su país como dueñas de sus propios destinos y del arte de inventar formas de vida, invertiendo valor cinematográfico en la vida diaria, haciendo de sus películas sufrimiento pero también celebración.
Su primer largometraje llegó en 1986, The Choice, una historia que se centra en la decisión de una familia rural de seguir dependiendo de la ayuda o de mudarse de ubicación y volverse autosuficiente, que fue bien recibido por la crítica, aunque no tanto como Yaaba, de 1989, su primera película en recibir una mayor distribución y que ganó premios en festivales, incluido el Premio FIPRESCI en Cannes, y se proyectó en todo el mundo, deslumbrando con su belleza, sencillez y visión crítica.
Su siguiente película, Tilaï, ganó el Gran Premio en el Festival de Cine de Cannes de 1990, y con eso despejó su carrera como cineasta independiente.
A pesar de los premios, su trabajo nunca perdió agudez porque se propuso hacer su proyecto cinematográfico un intento de reflejar con dignidad a su continente que había sido muy difamado por el resto del mundo, siempre doblegando lo político con lo poético, lanzando una mirada tierna, amorosa, cariñosa, empática y estética, pero siempre crítica.
Con suntuosos planos generales, tomas largas y profundidad de campo, Idrissa cuestionó las estructuras de dominación existentes como el patriarcado, el género, el neocolonialismo y la gerontocracia, entre otras, pero en lugar de confrontarlos a través de los discursos revolucionarios, lo hizo a través del lente de la intimidad y lo que tal proposición podía ofrecer para la creación una nueva forma de experimentar la vida y la cultura.
En sus logros posteriores, el director experimentó con modos más clásicos de realización cinematográfica, ritmos acelerados, filmaciones ajustadas y repartos profesionales que respetaban las convenciones del género, siempre con el sello rebelde que lo llevó a la cima del cine africano.
Con respecto al trabajo de Idrissa Ouédraogo, Jay Carr mencionó para The Boston Globe que películas como Tilaï hacen más que restaurar el espíritu de uno, restauran la perspectiva, recordándonos que todavía existe el renovando cine mundial, y que Ouedraogo, quien probablemente no sería invitado a un almuerzo de Hollywood, era una figura importante de eso.