La historia de la intimidad femenina y su relación con el tiempo y la violencia hoy es condecorada con el Premio Alfaguara de novela bajo la pluma de la escritora colombiana Pilar Quintana.
Originaria de Cali, la autora de 49 años es reconocida con un premio de 175 mil dólares, una escultura del artista Martín Chirino y el mérito honorífico del galardón por su obra Los abismos.
Presentada bajo el seudónimo de Claudia de Colombia, esta novela se alzó laureada frente a dos mil 428 manuscrito, de los cuales mil 293 provenían de España, 419 de Argentina, 259 de México, 187 de Colombia, 88 de Perú, 74 de Estados Unidos, 73 de Chile, y 35 de Uruguay.
En 2007 Pilar Quintana fue incluida en una selección de los 39 autores más destacados de América Latina, menores a 39 años, por el Hay Festival; tres años más tarde su novela Coleccionistas de polvos raros recibió el premio La Mar de Letras del festival La Mar de Músicas de Cartagena, España; y en 2018 recibió el IV Premio Biblioteca de Narrativa Colombiana por La perra.
La obra de Quintana, egresada de la Pontificia Universidad Javeriana, se caracteriza por estar vinculada a aspectos de la violencia colombiana, el erotismo y el realismo.
Ha publicado las novelas Cosquillas en la lengua (2003), Conspiración iguana (2009), y la colección de cuentos Caperucita se come al lobo (2012).
Fragmento de la novela Los Abismos
En nuestro apartamento había tantas plantas que lo llamábamos la selva.
El edificio parecía salido de una vieja película futurista. Formas planas, volados, mucho gris, grandes espacios abiertos, ventanales. Nuestro apartamento era dúplex y el ventanal de la sala se alzaba desde el suelo hasta el cielo raso, que allí era del alto de las dos plantas. Abajo tenía piso de granito negro con vetas blancas. Arriba, de granito blanco con vetas negras. La escalera era de tubos de acero negro y gradas de tablas pulidas. Una escalera desnuda, llena de huecos. Arriba el corredor era abierto, como un balcón a la sala, con barandas de tubos iguales a los de la escalera. Desde allí se contemplaba la selva, abajo, esparcida por todas partes.
Había plantas en el suelo, en las mesas, encima del equipo de sonido y el bifé, entre los muebles, en plataformas de hierro forjado y materas de barro, colgadas de las paredes y el techo, en las primeras gradas y en los sitios que no se alcanzaban a ver desde el segundo piso: la cocina, el patio de ropas y el baño de las visitas. Había de todos los tipos. De sol, de sombra y de agua. Unas pocas, los anturios rojos y las garzas blancas, tenían flores. Las demás eran verdes. Helechos lisos y rizados, matas con hojas rayadas, manchadas, coloridas, palmeras, arbustos, árboles enormes que se daban bien en materas y delicadas hierbas que me cabían en la mano.